En un lejano monasterio, un joven discípulo se dedicaba cada día a limpiar el espejo del templo, que era enorme y brillante. Un día, otro discípulo se acercó y le dijo:
—Ese espejo está manchado. No reflejas la luz como deberías. Deberías limpiar mejor, como yo hago en mi rincón.
El joven lo miró en silencio. Observó al otro discípulo, que hablaba con arrogancia, pero que tenía la túnica sucia, las manos llenas de polvo, y ni siquiera se había detenido a mirarse a sí mismo.
El maestro del templo, que todo lo veía, se acercó y dijo:
—Cuando uno señala la mancha en el espejo de otro, debería primero limpiar el polvo de sus propios ojos.
El discípulo que criticaba bajó la cabeza avergonzado. Entendió que quien se cree más puro que los demás solo demuestra que no ha empezado a limpiar su propio corazón.
En el camino espiritual, la verdadera sabiduría no se mide por las palabras que uno repite, sino por la coherencia entre lo que dice y lo que hace. Quien juzga desde su propio desorden, no está ayudando: solo está proyectando su conflicto interior.